Yo estaba muy nerviosa, pero no nerviosa normal de esto que dices, qué nervios tengo hoy, no puedo parar. No, así no, eran otro tipo de nervios, peores. De esos nervios no había tenido nunca y eran malos, vaya que si lo eran, malísimos. A mí no me gusta que se me noten las cosas, hay gente a la que no le importa y no solo no les importa sino que hasta lo van contando, me pasa esto, me pasa lo otro. Yo no, yo me lo guardo todo para mí, eso tampoco es bueno, sé que no es bueno pero cada uno es como es. Es que no soporto que me hagan diagnósticos, si tienes algo así, de tipo nervioso, enseguida te salen los psicólogos sin titulación a diagnosticarte y después a ponerte un tratamiento.
Si quisiera ir a un psicólogo iría, pero no quiero, mucho menos voy a querer que me pase consulta quien no lo es. Así que estuve muchos días disimulando, no era fácil, se me ponía la cara muy tensa y en los hombros me parecía que llevaba piedras. A veces pensaba que podían verse de lo que pesaban. Pues yendo por la calle, qué casualidad, oigo a dos que van hablando de nervios y le dice una a la otra, ¿sabes lo que va muy bien? Hacer algo manual, si te gusta coser, cose. A mí coser no se me da, dice la otra, pero lo que sí me puse una temporada es a colorear mandalas, te relaja que no veas.
Vaya dos patas pa un banco, pensé yo. Es que había que verlas, sobre todo la de los mandalas era un cuadro andante, falda de animal print, ahora no recuerdo que animal había en el print pero no era doméstico, camisa floreada, en el pelo una diadema de cuadros, botas con borrego y unas borlas que se movían al compás de sus pasos. Se había echado encima todos los detalles habidos y por haber, sin embargo su amiga era todo lo contrario, rollo minimalista. Pero me quedé con la idea y sin que nadie se enterase, porque no es cuestión de que nadie sepa a qué te dedicas ni por qué, me compré uno de esos cuadritos para bordar encima y empecé esa misma noche, antes de irme a dormir.
El cuadrito representaba un pueblo en otoño, con sus árboles ocres, y sus casitas todas de tejados rojos. Hasta el humo de las chimeneas tenía aquello. Me enganché y aunque me fastidie reconocerlo algo de razón tenían las dos antagónicas de la calle, aquello no digo que me quitara del todo los nervios pero un poco sí. Bastante. Cuando terminé el pueblo empecé un tranvía subiendo una calle que me imaginaba yo que era de Lisboa, después un jarrón chino, aquí no me imaginaba nada y casi mejor porque cuando me ponía a imaginar perdía el hilo, literalmente hablando. Terminé con un abecedario de cocina, por ejemplo, la A y debajo una botella de aceite, la T y debajo un tomate, la U y debajo unas uvas y así.
Entre medias había hecho más pero digo terminé porque el abecedario fue el último, me relajaba la labor, es verdad, pero tenía un efecto secundario. Cuando cerraba los ojos para dormirme seguía bordando medio en sueños, o bien soñaba que cosía y cosía, como en una maldición costurera, o bien los propios sueños eran bordados, las imágenes estaban cosidas, lo que no sé es sobre qué tela. Y si solo hubiera sido de noche, vaya que te vaya, pero es que empecé a ver el entorno a punto de cruz. Un árbol, lo cosía mentalmente, los semáforos, los cosía también, los edificios, la luna, un atardecer. Hasta lo feo me daba por coser, ponte que los contendores de basura, los cosía y pensaba en el color naranja de la tapa que quedaba bien combinado con el gris del resto. Fue ahí cuando me dije, tú, tú, tú…deja esto que te está sentando más mal que bien.
Volvieron los nervios con más rabia si cabe. Tal vez se habían quedado adormecidos o habían encontrado un sitio donde posarse, las telas con sus dibujos, y al no tenerlo ya, andaban desatados. Otra vez esa tensión por dentro y por fuera, el insomnio, las piedras sobre los hombros, todo el conjunto de sintomatología nerviosa desencadenada. A la desesperada, entré en una papelería y me compré un libro de esos de pintar mandalas, una caja de rotuladores y otra de lapiceros, todo el conjunto. Dije que me lo envolvieran para regalo, no me fueran a tomar por una de esas locas que les da por colorear.
Muy bien, los nervios encontraron asiento dentro de esos espacios redondos y por lo menos, mientras coloreaba, solo pensaba en rellenarlos, o sería mejor decir que no pensaba en nada o que pensaba en muchas cosas pero sin detenerme en ninguna, como si no fueran conmigo los pensamientos. Pero a las dos o tres semanas, mi mente hiperactiva comenzó de nuevo con el lío. Por todas partes veía mandalas. Una alcantarilla, un mandala; la luna, (llena, se entiende), otro mandala; una flor, mandala campestre; los ojos, dos mandalas y así todo el día un no parar. Es que ya no quería ver más, ni quería colorearlos con la imaginación, que era lo que hacía, qué saturación. Lo tuve que dejar también.
Eso me pasa por hacer caso a las tonterías que va diciendo a la gente por la calle, las piedras han vuelto a los hombros, sacos y sacos de piedras pesadísimas. Con ellas iba cargando cuando he visto encima de la rejilla de ventilación del metro pequeñas hojas volando, en realidad no estaban volando sino flotando, ingrávidas, tan ligeras y despreocupadas que daba gusto verlas. Sé que no, pero me han parecido felices, como niños jugando. Podría ser un sistema de… pero, quita, que no, no me voy a pasar el día enfrente de la rejilla de ventilación del metro, ¿y ahora qué hago con estos nervios? Pastillas no quiero tomar y los psicólogos sonríen demasiado, para mi gusto.