Recuerdos de un jardinero inglés (Reginald Arkell)

«Qué curioso. Plantabas un árbol, lo veías crecer, recogías el fruto y, cuando llegabas a viejo, te sentabas a su sombra. Después morías y todos se olvidaban por completo de ti, como si nunca hubieras existido…Aun así, el árbol seguía creciendo, y nadie reparaba en él. Siempre había estado ahí y siempre estaría ahí…Todo el mundo debería plantar un árbol, en algún momento.»

Nunca he plantado un árbol y me gustaría.

Cuaderno de atención

Me dijo la terapeuta, que se llama Graciela y para que no falte ningún tópico es argentina, que escribiera algo cada día, sin pensar demasiado, sin elaborarlo, algo como para dejar una huella de caracol y que me permitiera, poco a poco, abrir la tapa de mi cajita siempre cerrada donde ni yo sé lo que guardo. Ella lo llamó cuaderno de atención.

No me gustó mucho la idea porque no tengo nada qué contar, pero ella dijo, «siempre hay algo que contar» y al decirlo sonrió y se le achinaron tanto los ojos que casi le desaparecieron. Asómate a la ventana, dijo también y mira, escribe lo que veas, para empezar. Más adelante ya te iré diciendo otros ejercicios.

Prefiero que me vaya diciendo, me ocurre como en el colegio, nunca me gustó el dibujo libre o las redacciones libres porque me sentía perdida ante tantas posibilidades. Entonces he hecho caso a Graciela, he abierto una ventana y he visto esto: una pequeña maceta de lunares rojos con un geranio dentro, las hojas verdes de abajo un poco mustias. A su lado dos macetas vacías y junto a ellas un desconchón en la pared, cables que bajan, cables que cuelgan, cuerdas de la ropa, lluvia cayendo despacio, sin apenas hacer ruido, tubos, rejillas de ventilación. No sé si con esto será suficiente para ser mi primera página. Graciela me ha dicho que no me esfuerce demasiado, que no pretenda decir nada ni argumentar, que no quiera darle el famoso nudo y su consiguiente desenlace, solo que haga dedos, que me suelte para que la tapa de la cajita, tan pegada, se vaya aflojando y salga, sin hacerme daño, lo que tenga que salir.

¿Y si no sale nada?, me he angustiado yo

Imposible. De nuevo esos ojos achinados que me inquietan.

Acabo de recordar otra cosa para apuntar que puede que le guste a Graciela, si bien me ha insistido mucho en que no trate de agradar a nadie, refiriéndose, supongo, a ella misma en el lugar de ese nadie. Iba por la calle y he escuchado una musiquita familiar que me ha transportado a la infancia, era un afilador, pensaba que ya no existían, iba de portal en portal ofreciendo sus servicios. Nadie le decía que sí, nadie le bajaba unas tijeras o un cuchillo y eso me ha apenado, un poco por él y otro poco porque si nadie afila con el afilador morirá ese oficio que yo ya creía muerto.

En el colegio nos provocaba mucha risa esa musiquita, igual que la voz del chatarrero anunciándose a sí mismo con un gran alargamiento de o. Cualquier motivo era bueno para reírse y salir de la monotonía de las explicaciones.

Ahora estoy escuchando una campana, no sé en qué lugar de este barrio hay un campanario, me resulta curioso que suene una campana, ya la había oído otras veces pero sin reparar en ella, igual que había visto la maceta de lunares rojos, pero sin verla, por así decir.

Esto es todo por hoy. Eso y que compré unos pendientes verdes en una tienda llamada «El jardín del deseo», llena de bisutería y bolsos que brillan, como cualquier deseo que se precie. Un deseo no puede ser opaco, me parece a mí.

Para efímera, ella

Esta flor que me he encontrado esta mañana paseando por el parque se llama hemerocallis y solo dura un día. Cuando me he cruzado con ella llevaba apenas unas horas en esta tierra, ya que brota al amanecer. De vida le quedaba un poco más, pero no mucho pues al atardecer se marchita, cae al suelo y deja el tallo libre para la siguiente, que se abrirá también en cuanto lo haga el nuevo día.

Es como si la planta estuviera obsesionada con la belleza y la juventud y no quisiera nunca mostrar al mundo el espectáculo de la degradación o el envejecimiento. Ella, cada dia, ofrece flores nuevas y frescas, a cambio de asesinar a las anteriores, eso sí. Este constante reponer le dura bastantes meses, desde la primavera hasta el otoño pueden contemplarse sus flores tan nuevas como fugaces.

A esta flor también se la conoce como lirio japonés, lirio de la mañana, azucena turca o lirio de San Juan.

Se puede comer, los chinos la toman en sopa, o se puede utilizar para tratar diversos males ya que tiene muchas propiedades beneficiosas. Si es que te da tiempo a cogerla. Y si no, acampas junto a la planta y esperas, tijeras en ristre, a que amanezca. Aunque a mí me daría pena cortar algo que dura tan poco.

Desorden

Se ha escondido el cielo con todos sus pájaros

y en su lugar hay un hueco abierto de bordes heridos.

Microscópicas arañas excavan sus galerías

sin cesar, sin cesar

con demente afán.

Cuando el mundo se desordena

se cierran de golpe los ojos que te miraban

como bruscas persianas.

Es cierto, sigue oliendo a la flor del tilo

y las hojas son nuevas y verdes, amigas de la luz

pero por motivos ajenos a su voluntad

los árboles permanecerán cerrados.

Saúco

El saúco es un árbol o arbusto rodeado de muchas leyendas. Los celtas lo consideraban un árbol mágico, morada de los espíritus benéficos del bosque, como elfos o hadas. Pero también con un lado oscuro pues si se quemaba su madera eran los malignos los que se presentaban al instante a imponer su orden, o su desorden.

Sus flores, que recuerdan a estrellas, se transforman en otoño en frutos rojos que sirven de alimento a muchas aves. Aunque ha sido utilizado con fines medicinales durante cientos de años también hay partes de este árbol que son venenosas.

Su nombre se deriva de la palabra griega «sambuke» un instrumento musical hecho con su madera.

Alegre pero triste

Se puede ser triste y alegre a la vez. No me refiero a alternar estados de ánimo, como nos sucede a todos, sino a tener un exterior luminoso, que transmite entusiasmo y gusto por la vida y sus placeres, pero un fondo lúgubre. César, el profesor y dueño del estudio de arte, era así. Lo supe cuando descubrí sus pinturas, que él no enseñaba a nadie dentro del estudio. Las vi en una página web donde se hablaba de él y de su obra. Eran pinturas densas, oscuras, con hombres sufrientes, muchos de ellos boca abajo, invertidos, o boca arriba y boca abajo, sin rostros, hombres y mujeres que huían en barcos similares a féretros o estaban encerrados en cajitas, dolientes, desamparados.

No lo podía creer, pensé que me había equivocado de nombre, ¿era ese el mismo César que animaba el aula, el que nos ofrecía un vino, queso o galletas, el que siempre quería que hubiera felicidad en la clase, el que gritaba «Alexa, salsa» y la música empezaba a sonar? Hasta que alguno protestaba porque prefería otro estilo. Siempre había alguien que protestaba, formaba parte del juego, igual que había quejicas de la temperatura, qué calor en verano o qué frío en invierno o cuánta corriente en primavera. Y César, paciente y alegre, entusiasta y sonriente iba de aquí para allá enmendado errores, tratando de contentar a todos, lo cual era imposible. Pero debajo de esa alegría que le era natural, una alegría caribeña, de esa expansividad, se escondía en su madrigera el animal de la tristeza, ese tormento interno que yo había visto en sus pinturas y al lado de las cuales mis numerosos Toledos parecían una simple postal sin alma.

También podía ser César simpático y hostil a la vez. Era hostil cuando nos decía con un fastidio vestido de sonrisa que no nos equivocáramos de estante al elegir el tarro de cristal, había uno para las acuarelas y otro para los oleos. O a recordar, amable pero picajoso, que tenía los libros de arte numerados y ordenados y convenía que se volvieran a dejar en su sitio. Cuando todos nos marchábamos se quedaba recogiendo y limpiando, los fines de semana volvía para hacer arreglos y mejoras, pintaba las paredes o instalaba un lavabo nuevo para que no se formaran colas al limpiar los pinceles, organizaba el perchero de las batas, decoraba el escaparate, apilaba los cuadros e inventaba nuevos negocios dentro del mismo, como clases de historia del arte, escultura o cerámica.

Al comienzo de la primavera llegaron unos cuantos nuevos, una chica, casi una niña, con unos calcetines de los girasoles de Van Gogh. Era muy tímida pero simpática, se acercaba a mirar lo que hacíamos y lo alababa mucho, pero se ponía muy roja en cuanto le devolvíamos el cumplido. A la amargada, que pintaba encantadoras casitas de campo llenas de rosas, le daba rabia que habláramos, le daba rabia cualquier conato amistoso y bufaba. También llegó otro chico joven que pintaba con auriculares para aislarse de todos nosotros y solo se los quitaba de vez en cuando para oír los chistes de Buonarotti, con quién se reía mucho. Creo que le resultaba atrayente y hasta admirable la espontaneidad de ese señor viejo, él era muy contenido. Y una mujer silenciosa que pintaba galaxias o algo que se le parecía. En realidad creo que no sabía lo que pintaba pero alguien le dijo, ¿es una galaxia? y ella dijo que sí, pudiera ser , como aliviada de haber encontrado un sentido a esas espirales, y ahí se quedó la cosa.

Komorebi

La luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles siempre me ha parecido algo muy bello de contemplar. El otro día supe que el idioma japonés tiene una palabra para este fenómeno: komorebi.

Me gusta que exista un término que designe lo que tantas veces he mirado y admirado sin poderlo nombrar.

Yo siempre pintaba Toledo

La primera pintura que hice fue de Toledo visto desde arriba, el Tajo a sus pies. Me quedó muy bien, tan bien que el profesor me lo puso en el escaparate y allí se quedó mi Toledo desde arriba más de dos semanas, expuesto a la vista de todos los viandantes. Era mucha la gente que se paraba, curiosa, a mirar lo que se exhibía en ese escaparate. Algunos, después de pasar y mirar, pasar y mirar, se terminaban apuntando. Con esa intención lo hacía César, el profesor y dueño del estudio.

Después de ese primer Toledo pinté muchos otros más, desde otros puntos de vista. Toledo reflejado en el Tajo, Toledo al atardecer con unas nubes rojas y deshilachadas, al amanecer, con la luz nueva iluminando sus piedras ocres,algunas de sus calles estrechas con el cielo gris y encajonado, Toledo visto a través de una ventana, esa misma ventana desde fuera, la luna llena pinchada por la aguja de la catedral…y no sigo por no cansar. Lo que es yo, no me cansaba. Podría haber cambiado de tema, es verdad, pero enseguida me di cuenta de que solo con Toledo tenía más que suficiente, que en aquella ciudad, y lo mismo podría haber sido cualquier otra, estaba todo.

En la academia me llamaban, «la de Toledo», me llamo Gracia pero mi nombre creo que solo se lo sabían dos, mi compañera del caballete de al lado y mi compañera del caballete de enfrente y el profesor, claro, por aquello de verlo en las facturas mensuales. Los demás, «la de Toledo» o «la que pinta Toledo». No soy de allí y solo he estado de visita unas tres veces, hay ciudades que me gustan más, así que ni yo misma sabía cómo había entrado ahí, pero entré y me quedé. Un poco por casualidad, igual que en el estudio o academia o como se quiera llamar a ese lugar que ya no existe y dónde iba a pintar dos tardes por semana.

Me divertía y como ya sabía pintar me ahorré el proceso por el que pasaban los que empezaban desde cero consistente en pintar bosques de árboles con carboncillo, bodegones frutales al pastel, puntos de fuga y paisajes abstractos para practicar los colores. Tampoco tenía que estar llamando a César cada dos por tres para que me arreglara la pintura. Al hombre lo tenían frito, claro que ese era su trabajo. César, por favor, esta flor me ha quedado plana y él, con dos toqueteos de pincel le daba profundidad, César, ¿cómo hago para darle simetría a los ojos de la niña?, pásate por aquí que me he atascado, que no me sale.

Había una, no me acuerdo del nombre, que creo que estaba enamorada de César o algo así porque le llamaba de una manera un tanto histérica y hasta posesiva. Gritaba, «veeeeennn, ya no me haces caso, ya no me quieres». Me resultaba incómodo pero a él no o lo disimulaba muy bien.

El que también requería mucho al profesor era un señor mayor, apodado Buonarotti. El hombre se habia atascado pintando la iglesia de su pueblo, iba a participar en un concurso y para conmover al jurado habia plantificado el escudo del lugar en mitad del muro. Algo horroroso de ver. Buonarotti era muy simpático y bromista, no callaba y se daba muchos paseos por los estrechos pasillos mirando las pinturas de todos, opinando, sacando temas de conversación y llamando a César para que la iglesia le quedara presentable. Un día se cayó de la silla y nos asustamos mucho. Él también se asustó y desde ese día se movía menos y por eso llamaba más a César. «Ven, hombre, ven, que me haces menos caso que mi mujer, lo que ya es decir».

Mi compañera del caballete de al lado hacía lo contrario que yo, pintaba cada vez algo distinto, japonesas en kimono, aeroplanos aterrizando, un elefante, volcanes, fondos marinos con extraños peces, cigüeñas en un campanario, paisajes nevados de montaña, rascacielos de Hong Kong, un perro yorkshire con un lacito. Y todo ello a una velocidad de locura, como si tuviera prisa o le faltara tiempo para atrapar toda la variedad del mundo. Ella tampoco pedía ayuda, tenía buena técnica pero el resultado no era bueno. Le faltaba algo, arte le faltaba. Sus cuadros eran feos, perfectos pero feos.

Sin embargo, era muy alabada, lo que atribuyo a dos razones. La primera, obvia, porque pintaba bien y muy deprisa y la segunda porque pintaba mal pintando bien y ahí la posible envidia se diluía. Uno no puede envidiar a otro que pinta bien pero le queda mal. Esa se llamaba Ana y la otra, la del caballete de enfrente, María Jesús.

Una mujer delicada, María Jesús y también sus dibujos, colores aguados y suaves, escenas brumosas, trazos ondulantes. Me gustaba mucho su trabajo pero a ella nunca estaba satisfecha, aquejada de perfeccionismo, sufría pintando. María Jesús no sé qué debilidad vio en mí o creyó ver pero me tomó bajo su protección, me ayudaba aun cuando yo no lo había pedido, me daba un cariño invisible y también recetas porque a ella le gustaba cocinar.

A mí no pero le seguía la corriente. Me explicó con mucho detalle las pochas con almejas y hasta me indicó la tienda donde vendían las mejores judías. Ahora, si por casualidad paso por delante, me acuerdo de ella, de esa mujer que me defendía de la antipática como si hubiéramos vuelto al colegio.

No sé qué le pasaba a esa mujer conmigo, era antipática en general, huraña, pero conmigo se ensañaba. No sé, tal vez odiaba Toledo. El caso es que me daba empujones, me tiraba el bolso al suelo simulando que se había tropezado, me robaba el bote de aguarrás y me escondía la bata para que tuviera que pasar mucho rato buscándola.

A mí me hacía hasta gracia, recogía mi bolso, movía un poco la banqueta para dejarla pasar y seguía pintando Toledo, me metía tanto en la pintura que hasta me olvidaba del mundo exterior y de mí misma en ese mundo, ¿quién era mientras pintaba?, yo, la llamada Gracia, no, tal vez tenían razón los otros y era solo «la que pintaba Toledo».

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