La primera pintura que hice fue de Toledo visto desde arriba, el Tajo a sus pies. Me quedó muy bien, tan bien que el profesor me lo puso en el escaparate y allí se quedó mi Toledo desde arriba más de dos semanas, expuesto a la vista de todos los viandantes. Era mucha la gente que se paraba, curiosa, a mirar lo que se exhibía en ese escaparate. Algunos, después de pasar y mirar, pasar y mirar, se terminaban apuntando. Con esa intención lo hacía César, el profesor y dueño del estudio.
Después de ese primer Toledo pinté muchos otros más, desde otros puntos de vista. Toledo reflejado en el Tajo, Toledo al atardecer con unas nubes rojas y deshilachadas, al amanecer, con la luz nueva iluminando sus piedras ocres,algunas de sus calles estrechas con el cielo gris y encajonado, Toledo visto a través de una ventana, esa misma ventana desde fuera, la luna llena pinchada por la aguja de la catedral…y no sigo por no cansar. Lo que es yo, no me cansaba. Podría haber cambiado de tema, es verdad, pero enseguida me di cuenta de que solo con Toledo tenía más que suficiente, que en aquella ciudad, y lo mismo podría haber sido cualquier otra, estaba todo.
En la academia me llamaban, «la de Toledo», me llamo Gracia pero mi nombre creo que solo se lo sabían dos, mi compañera del caballete de al lado y mi compañera del caballete de enfrente y el profesor, claro, por aquello de verlo en las facturas mensuales. Los demás, «la de Toledo» o «la que pinta Toledo». No soy de allí y solo he estado de visita unas tres veces, hay ciudades que me gustan más, así que ni yo misma sabía cómo había entrado ahí, pero entré y me quedé. Un poco por casualidad, igual que en el estudio o academia o como se quiera llamar a ese lugar que ya no existe y dónde iba a pintar dos tardes por semana.
Me divertía y como ya sabía pintar me ahorré el proceso por el que pasaban los que empezaban desde cero consistente en pintar bosques de árboles con carboncillo, bodegones frutales al pastel, puntos de fuga y paisajes abstractos para practicar los colores. Tampoco tenía que estar llamando a César cada dos por tres para que me arreglara la pintura. Al hombre lo tenían frito, claro que ese era su trabajo. César, por favor, esta flor me ha quedado plana y él, con dos toqueteos de pincel le daba profundidad, César, ¿cómo hago para darle simetría a los ojos de la niña?, pásate por aquí que me he atascado, que no me sale.
Había una, no me acuerdo del nombre, que creo que estaba enamorada de César o algo así porque le llamaba de una manera un tanto histérica y hasta posesiva. Gritaba, «veeeeennn, ya no me haces caso, ya no me quieres». Me resultaba incómodo pero a él no o lo disimulaba muy bien.
El que también requería mucho al profesor era un señor mayor, apodado Buonarotti. El hombre se habia atascado pintando la iglesia de su pueblo, iba a participar en un concurso y para conmover al jurado habia plantificado el escudo del lugar en mitad del muro. Algo horroroso de ver. Buonarotti era muy simpático y bromista, no callaba y se daba muchos paseos por los estrechos pasillos mirando las pinturas de todos, opinando, sacando temas de conversación y llamando a César para que la iglesia le quedara presentable. Un día se cayó de la silla y nos asustamos mucho. Él también se asustó y desde ese día se movía menos y por eso llamaba más a César. «Ven, hombre, ven, que me haces menos caso que mi mujer, lo que ya es decir».
Mi compañera del caballete de al lado hacía lo contrario que yo, pintaba cada vez algo distinto, japonesas en kimono, aeroplanos aterrizando, un elefante, volcanes, fondos marinos con extraños peces, cigüeñas en un campanario, paisajes nevados de montaña, rascacielos de Hong Kong, un perro yorkshire con un lacito. Y todo ello a una velocidad de locura, como si tuviera prisa o le faltara tiempo para atrapar toda la variedad del mundo. Ella tampoco pedía ayuda, tenía buena técnica pero el resultado no era bueno. Le faltaba algo, arte le faltaba. Sus cuadros eran feos, perfectos pero feos.
Sin embargo, era muy alabada, lo que atribuyo a dos razones. La primera, obvia, porque pintaba bien y muy deprisa y la segunda porque pintaba mal pintando bien y ahí la posible envidia se diluía. Uno no puede envidiar a otro que pinta bien pero le queda mal. Esa se llamaba Ana y la otra, la del caballete de enfrente, María Jesús.
Una mujer delicada, María Jesús y también sus dibujos, colores aguados y suaves, escenas brumosas, trazos ondulantes. Me gustaba mucho su trabajo pero a ella nunca estaba satisfecha, aquejada de perfeccionismo, sufría pintando. María Jesús no sé qué debilidad vio en mí o creyó ver pero me tomó bajo su protección, me ayudaba aun cuando yo no lo había pedido, me daba un cariño invisible y también recetas porque a ella le gustaba cocinar.
A mí no pero le seguía la corriente. Me explicó con mucho detalle las pochas con almejas y hasta me indicó la tienda donde vendían las mejores judías. Ahora, si por casualidad paso por delante, me acuerdo de ella, de esa mujer que me defendía de la antipática como si hubiéramos vuelto al colegio.
No sé qué le pasaba a esa mujer conmigo, era antipática en general, huraña, pero conmigo se ensañaba. No sé, tal vez odiaba Toledo. El caso es que me daba empujones, me tiraba el bolso al suelo simulando que se había tropezado, me robaba el bote de aguarrás y me escondía la bata para que tuviera que pasar mucho rato buscándola.
A mí me hacía hasta gracia, recogía mi bolso, movía un poco la banqueta para dejarla pasar y seguía pintando Toledo, me metía tanto en la pintura que hasta me olvidaba del mundo exterior y de mí misma en ese mundo, ¿quién era mientras pintaba?, yo, la llamada Gracia, no, tal vez tenían razón los otros y era solo «la que pintaba Toledo».